El mundo es muy grande y la vida muy larga como para quedarse en un mismo lugar.
El viajar tiene una importancia e implicancia muy grande en
la vida de las personas. Nos saca de nuestro ombligo, de nuestro egoísmo, de
nuestra burbuja.
Cuando viajamos, no solo conocemos de aviones, aeropuertos,
free shops y marcas de ropa baratas o de última moda. De hecho, eso es lo que
opaca el sentido más preciado de viajar.
Estamos tan ocupados viendo qué ropa cargaré en la valija,
si llevaré peso de más, qué compraré cuando esté ahí, qué bares conoceré, las
fotos que sacaré, que perdemos de vista muchas otras cosas que no vemos y que
son más importantes.
Cuando uno viaja, llega a una tierra desconocida, con otra
cultura, con otras costumbres, con otros valores. Llegamos a una ciudad donde
la gente no se parece en nada a lo que estamos acostumbrados a vivir, donde
tienen un ritmo de vida distinto, donde todo es diferente a lo conocido.
Cuando decidí viajar a Bolivia y a Perú con mis amigas, tenía 23 años, y lo
más lindo de todo fue la preparación de ese viaje. No teníamos mucha plata, así
que decidimos ir en colectivo de Mendoza a Jujuy, un viaje eterno en el que el
micro paraba en todas las terminales de las provincias del norte. Pudimos
aprovechar para bajarnos en cada una e ir al baño, y de paso, sacábamos fotos,
para recordar.
29 de diciembre, mucho calor, ya no sabíamos qué más hacer
en esas horas eternas, pero el tiempo pasó rápido porque nos ilusionaba lo que
íbamos a vivir.
Llegamos el 30 a Jujuy. Nuestro hostel estaba muy cerca de
la aduana, así que recogimos nuestras mochilas y caminamos unas cuadras hasta
llegar. Dejamos las cosas y fuimos a averiguar un colectivo que nos lleve el 31
hacia alguna ciudad de Bolivia para poder pasar año nuevo ahí.
Cruzamos la frontera a pie, a dos cuadras nos encontramos
con una plaza enorme, llena de gente, y frente a ella, la estación de
colectivos.
Nos parecía de otro mundo pasar caminando por una aduana que
separa dos ciudades, dos países, acostumbradas a tener que viajar 3 horas en
auto para cruzar a Chile. Eso nos pareció fantástico.
Nuestra idea de viaje era ir directo a Cusco, para luego
bajar por las ciudades conociendo. Cuando llegamos a la terminal en Bolivia nos
dijeron que el 31 no había muchos colectivos, que el único que nos dejaría a un
buen horario, nos llevaría a Potosí. En la plaza conocimos a 3 cordobeses que
estaban con la misma idea que nosotras, y también viajaban a Potosí para pasar
ahí las fiestas.
No dudamos mucho y lo sacamos, nuestro plan cambiaba por
completo, pero aún así no nos importó.
El 31 llegamos a Potosí, en el camino a buscar un hostel,
conocimos a dos mendocinas y nos dijeron dónde estaban alojadas, así que fuimos
al mismo lugar. Luego fuimos las 5 al súper a comprar todo para la cena y el
festejo.
Después de 12, brindamos todos juntos, había muchos extranjeros,
así que en varios idiomas nos dijimos FELIZ AÑO NUEVO. Nos pusimos en contacto
con los 3 cordobeses y salimos a festejar todos.
Y así empezó nuestro viaje, ahora íbamos las 5 para todos
lados, cruzándonos con los 3 nuevos compañeros de viaje.
En Bolivia nos llamó la atención la suciedad de la gente,
viven entre basura en varias ciudades, las mujeres no hablan, cuando
preguntábamos algo, hablaban entre ellas en su idioma, Aymara o Quechua,
dependiendo de la zona en la que nos encontrábamos. Los hombres trabajan en las
minas, sobre todo, así que casi no se veían, y las mujeres en las ferias, sumisas,
ante todo.
En nuestro recorrido hasta Cusco, fuimos compartiendo
ciudades, habitaciones, hasta que en Perú nos quedamos solas las 3, de nuevo. Allí
conocimos otra cultura diferente a Bolivia, el rol de la mujer ya no era tan
sumiso como en el país vecino, sino que estaban más aventuradas. No tomaban
mate, y nosotras lo llevábamos a todos lados, así que les regalamos un paquete
de yerba y les enseñamos a hacerlo, para que tuvieran un poquito de Argentina
en sus vidas.
Disfrutamos como nunca, caminamos como nunca. Llegó un
momento del viaje en que no teníamos más plata y teníamos que volver. No nos
daban las piernas ya para caminar, comprábamos pan y agua y con eso tirábamos
hasta volver a Mendoza. Teníamos todo planificado, los horarios de los
colectivos en cada ciudad, para que coincidieran con el de Jujuy a Mendoza.
Pero fue toda una odisea, porque los planes nunca salen del todo igual.
En La Paz, llegamos a la terminal y estaban cerrando,
teníamos que dormir afuera para esperar subirnos en el primer colectivo a Oruro
para llegar a tiempo a la frontera. En ese lugar, conocimos a 3 porteños con el
mismo plan. Nuevamente no estábamos solas, llovía, pero con camperas y la
guitarra de uno de ellos, empezamos a sobrevivir esa noche en La Paz.
Al día siguiente compramos los pasajes y partimos a Oruro,
allí teníamos que esperar unas horas para combinar con el otro micro. Los
porteños nos regalaron el almuerzo y trucos de magia, y la vuelta se hizo más
amena.
Llegamos a la frontera con Argentina a deshora, tarde,
corrimos para alcanzar el colectivo de La Quiaca a Mendoza, pero lo habíamos
perdido. Así que sacamos uno de San Salvador a Mendoza. Viajamos en una combi
con otras personas hasta la terminal, donde respiramos, nos aseamos, y
emprendimos el largo viaje a casa.
El llegar a casa después de casi 30 horas de viaje, fue un
privilegio. Y que nos esperaran con un asadito y vino, fue mágico. A veces es
lindo volver a casa.
Fueron 3 semanas de viaje, parecieron más, pero en el camino
me llevé mucha gente querida, gente que no nos conoció y nos ayudó, nos
acompañó y nos cuidó. Me llevé otra cultura y forma de vida totalmente distinta
a la mía, trabajé más mi empatía y me sentí más plena.
Fue un viaje planeado en cada punto, pero que desde un
principio fue improvisado, y fue el mejor de mi vida, hasta ahora.